Hemos visto el precipicio. Hemos visto el fin. Desde la grada, con las rejas de nuestras ventanas y una prohibición vestida de uniforme en la puerta, hemos visto el final del túnel…y no tenía luz.
Le hemos cogido miedo al mañana, habiendo perdido la esperanza de que lo bueno está por llegar. Nos hemos creído que hemos de aferrarnos a lo que logramos. A lo que quedó en nuestra silla cuando paró la música.
Una foto fija atemoriza nuestra esperanza. Una foto fija de lo que logramos y lo que construimos. Más de cuarenta días para mirar un cuadro estático de qué y quiénes somos. De qué alcanzamos.
Qué cruda la realidad dibujada, apenas con ceras pastel. Se acabaron los tonos chillones, vibrantes. Nos amenazan las historias inacabadas, los reproches, las relaciones mal regadas, el agujero en el pecho por lo que no hicimos y ya es tarde. La mediocridad de nuestros amores y el sobresalto de una intimidad sometida al desaliento y la rutina.
Qué impacto contar con los dedos los planes que realmente añoras. Qué necesidad de esta pausa para que llegaran todos los rezagados que viajaban más lentos. Y me refiero a todos esos planes, esas ideas, esos momentos con los que fantaseábamos y no llegaban. Gracias a parar un momento para tomar el aliento (y dejar que el peligro amaine) nos hemos reencontrado con una versión de nosotros que ansiábamos y, en realidad, nos ha aterrado. Es la imagen real, veraz, sin maquillar porque no hay que salir a la calle. Sin la presión de cumplir nuestro rol. Puramente nosotros. Puramente con lo que hemos construido.
Familias hastiadas de compartir horas juntos, saturados de disfrutar de lo que crearon con tesón, esfuerzo y lucha contra los elementos. Cansados de tener lo que siempre desearon tener. Añorando una vida de superficialidad, estrés y velocidad injustificada. Familias que se descubren, parejas que no se aguantan. Soledades que pasean entre el <mejor sola que mal acompañada> y la más extrema sensación de fracaso.
No hay cuadro vitalista. Son todo cuadros de frustración y desespero. ¿Y qué nos falta? ¿libertad? ¿Acaso es libertad salir a esa calle que nos desgasta, que nos explota, que nos arrastra por unos derroteros que llenan nuestro calendario de ojeras, estimulantes y planes inacabados?
Nos agarramos a la ficción, vestida de fotogramas o letras, para huir de la más extenuante realidad de nosotros mismos, de las personas que nos rodean por nuestra elección. Rodeados de nuestras decisiones, de lo que nos permitió la vida, de nuestras resignaciones, de nuestras no luchas, de nuestros logros mal saboreados.
Solía pensar que el punto en que comenzó mi consciencia de la decadencia de la vida se asemeja al juego de las sillas. Cuando éramos pequeños, en los cumpleaños, solíamos enchufar la música y bailar a su son, en torno a un grupo de sillas que sumaban tantas como personas bailando menos una. El juego consistía en sentarse en la silla cuando cesara la música y perdería aquella persona que no dispusiera de silla.
Hubo un momento, no sirve de mucho situarlo en el tiempo público, en que la música de mi vida paró y vi cómo todo el mundo tenía silla excepto yo. Todo el mundo parecía entender su lugar excepto yo.
Hoy tengo la sensación de que, cuando nos encerramos en las casas, la música cesó para todos, nos quedamos en pie, mirando en redor y pensando qué sucedería entonces. Demasiados días hemos encadenado así, mirando hacia los lados, desorientados, desconociendo cuándo volverán a pulsar el play.
Me pregunto si cuando todo esto acabe, como parece que sucederá en algún momento, recobraremos la capacidad de oír la música de fondo. Hemos depurado las relaciones innecesarias, las tóxicas, las interesadas. Rescatamos las de corazón, las de afinidad, las de diversión, las de comprensión, las de la empatía. Hicimos examen de conciencia y detectamos agujeros negros. Tantas y tantas cosas ordenadas con una prioridad absurda, con una relevancia sobredimensionada. Me pregunto si volveremos a recordar quiénes fuimos estos cuarentaytantos días, que también fuimos nosotros. Si recordaremos la intensidad del amor que sentimos hacia aquello que teníamos lejos, la añoranza de lo que no vivimos y temimos no tener vida aún para vivir. Si nos atreveremos a dar más abrazos de la cuenta, si dejaremos que nos rocen pisando la línea roja, si nos dejaremos estar, si nos regalaremos, si estaremos más ahí y menos aquí.
Me pregunto, en realidad, si nos guardaremos esa foto fija como recuerdo y nos permitiremos dibujar, con toda la energía retenida, un nuevo cuadro aunque caigan algunos colores y realcemos esos detalles que creímos que no adornaban y que invadieron nuestros pensamientos en el encierro. Me asusta la idea de volver al comienzo, retomar la película por donde la paramos y hacer como si tal cosa.
Nos hemos visto vulnerables, hemos visto cómo nos han arrebatado pedazos del alma, de cuajo, sin avisar, y no hemos podido siquiera llorar en grupo. Hemos entendido el valor de un techo y la seguridad de un entorno social que nos preste cobijo. Sólo deseo que no olvidemos cuán nimia y concupiscente es nuestra existencia para que, cuando pretendamos malgastar un segundo más en seguir pensando en qué consiste el devenir, optemos por vivir.